50 aniversario

La Revolución Televisada

A propósito del Día de Star Wars, me quedé pensando en las palabras de Gil Scott-Heron, «La revolución no será televisada«. Lo cierto es que hasta ahora, para la mayoría de nosotros, la revolución solamente ha sido televisada. Apoyamos las revoluciones ficticias, pero no las reales.

Y es que pasa algo muy interesante, por ejemplo; vimos explotar un planeta en Star Wars y sentimos rabia. Nos conmovió ese acto brutal del Imperio, lo entendimos como un símbolo del poder absoluto y su desprecio por la vida. Pero hoy, cuando vemos en vivo —en tiempo real— el Genocidio en Gaza, con niños enterrados bajo escombros, hospitales destruidos, ciudades arrasadas… simplemente no sentimos lo mismo. Seguimos con nuestras vidas. El Imperio dejó de ser metáfora y se volvió paisaje. Solo que ahora, no lo reconocemos.

En la ficción, los buenos y los malos vienen claramente etiquetados.
Vemos todo: el origen, el contexto, la injusticia.
Sabemos “la verdad” porque la narrativa nos lo muestra desde afuera.
Somos observadores omnipresentes.

En la vida real es distinto: no vemos la historia, la habitamos.
Y todo lo que creemos saber sobre el mundo —quién es el enemigo, quién merece empatía, qué es justo o inaceptable— nos llega a través de medios corporativos, propaganda, influencers, algoritmos y burbujas de información que responden a intereses de poder.

Este fenómeno no es nuevo. Platón lo explicó hace más de dos mil años con su Alegoría de la Caverna: vivimos atrapados, viendo sombras proyectadas en una pared, creyendo que eso es la realidad.

En el siglo XX, Noam Chomsky lo dijo de forma más directa: los medios no informan, fabrican consentimiento.
Seleccionan qué ver, cómo verlo, y a quién creerle.
La objetividad es una ilusión cuidadosamente curada.
Lo que pensamos que es el mundo, muchas veces es solo el guión que el poder necesita que creamos.

Eduardo Galeano llamó a esto el Teatro del Bien y del Mal: una puesta en escena donde el poder reparte los papeles.
Decide quién es terrorista y quién es mártir, quién es víctima y quién es amenaza, quién merece solidaridad y quién puede desaparecer sin que nadie pregunte.

Incluso nuestras historias favoritas han sido domesticadas.
George Lucas dijo abiertamente que en Star Wars, el Imperio es Estados Unidos, y la Alianza Rebelde representaba a los comunistas vietnamitas.
Pero a nadie le gusta esa parte.
Preferimos pensar que siempre fuimos parte de la Rebelión, aunque en la práctica, obedecemos al Imperio todos los días, y creemos que la Estrella de la Muerte es necesaria para nuestra propia seguridad.

Como se ha dicho tantas veces, vivimos entre dos distopías convertidas en realidad:
En 1984, la novela de Orwell, el lenguaje y la memoria son controlados por el poder.
En Un Mundo Feliz, de Huxley, ya no hace falta censurar nada: basta con mantenernos distraídos, satisfechos y desconectados emocionalmente.

La ciencia lo confirma:
La disonancia cognitiva nos permite sostener valores nobles mientras apoyamos —por acción u omisión— sistemas que los traicionan.
La empatía vicaria nos hace llorar por personajes de ficción más que por personas reales.
Y el efecto de distanciamiento, descrito por Brecht, permite que la injusticia solo nos afecte si no nos involucra directamente.

Entonces seguimos igual:
Aplaudiendo la rebelión en las películas, pero obedeciendo en la vida real.
Celebrando revoluciones cómodas, estéticas, sin riesgo ni consecuencia.
Revoluciones que no nos exigen levantarnos del sofá.

Hasta ahora, la revolución ha sido televisada como espectáculo.
Un producto con anunciantes e inversionistas.
Una catarsis sin responsabilidad.
Una historia editada para no incomodar.

La revolución no será televisada.
Y a estas alturas, ya no sé si habrá revolución.

Quizás lo único que queda
es desconectarse, uno por uno,
de los mecanismos que nos adormecen, nos entretienen y nos domestican.
Tal vez ya no para cambiar el mundo entero
sino para no seguir siendo parte de esta macabra puesta en escena.

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