50 aniversario

El viejo de la nube

Al caer el polvo que había levantado una repentina ráfaga de viento, quedó al descubierto la calle, y en ella, toda la decadencia de la ciudad. Aun abandonada, se veía mezquina y desordenada, sobrecargada, malhumorada. La vida había huido, y ahora la ciudad estaba tan muerta por fuera como siempre lo estuvo por dentro.

Al final de la calle apareció una sombra enclenque, tembleque, que parecía cargar en cada paso todos los pecados de la humanidad. Aquella silueta encorvada arrastraba sobre su cabeza una nube que había logrado atar a una cuerda, y la sujetaba como un niño sujeta un globo de feria. Pero este no era un niño, era un viejo que arrastraba una nube inmensa y pesada, que —como si fuera poco— amenazaba con llover.

Se le notaba cansado, maltratado por el tiempo. Arrastraba tercamente su nube, a pesar del enorme esfuerzo que requería. Venía gruñendo, refunfuñándole a la nube; la miraba, le reclamaba y volvía a empujar hacia adelante. Sus pasos eran cortos y pesados. Cada diez pasos se detenía a tomar aire, peleaba con su nube y luego continuaba otros diez.

El viejo y la nube combinaban perfectamente con el gris de la ciudad desierta. Pero el movimiento de ambos contrastaba con la quietud del lugar. La única voluntad era la del viejo, que, a pesar del temblor en las rodillas, seguía empecinado en arrastrar su nube negra en contra de los deseos del viento.

Pasó frente a una escuela, y se vio a sí mismo corriendo por los pasillos junto a otros niños. Escuchó las risas y sonrió con ellas. Pero al ver la vieja fuente de agua, regresó a un presente menos colorido y más seco.

Siguió avanzando por algunas calles, llevando tras de sí la pesada nube. Se detuvo frente a un edificio y lo reconoció de inmediato. Recordó las visitas, los nervios, las promesas. Cerró los ojos con fuerza, y una sonrisa amarga se dibujó en su rostro. Allí había amado con todo lo que tenía. Tanto, que una parte suya se quedó para siempre en ese lugar. Ahora solo quedaba el que había seguido caminando. Retomó la marcha, y tras él, su nube negra siguió obediente.

Por fin se acabó la ciudad. Delante del viejo y su nube se extendía el desierto. Se detuvo por un segundo, agotado y malhumorado. Miró a su nube, suspiró y siguió caminando hacia adelante.

La ciudad quedaba lejana a su espalda cuando encontró una pila de piedras. Caminó hacia ellas en medio de una ventisca que le arrojaba arena a la cara. Levantó las primeras piedras de la pila y descubrió una flor seca, moribunda. Con gran esfuerzo logró acercar la nube a la flor, y entonces llovió.

La flor despertó de golpe, como si recordara quién era. Se enderezó, floreció, viva de nuevo. Y el viejo sonrió. No con la boca, sino desde un rincón profundo y olvidado del alma.

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