Buenos Aires fue un cambio radical. Pasé del caliente y festivo Caribe Brasileño a una ciudad fría, con llovizna, con una arquitectura más europea que latinoamericana. Buenos Aires es un espectáculo que no me imaginaba.
Tomé un taxi en el aeropuesto y mi primera pregunta fue sobre el nuevo gobierno de Javier Milei. Quería saber la percepción del taxista y este comenzó a celebrar el nuevo Presidente. «Se les acabó la fiesta a los zurdos, ya era hora de poner orden. Mañana por ejemplo, va a haber una manifestación por la Educación, y va a ver cómo los van a barrer. Milei los va a mandar a barrer. ¡Ahora sí se les acabaron sus derechos!» celebró ante mi cara de absoluta perplejidad. La marcha era para evitar los recortes a la Educación Pública y este taxista celebraba con anticipación que el gobierno reprimiera una marcha a favor de la educación. Recordé el lema «Si la educación te parece cara, probá con la ignorancia». A este punto, mis primeras impresiones de Buenos Aires no eran lo que esperaba.
El barrio equivocado
Por recomendación de un amigo que conocí en Cartagena, terminé alquilando un Airbnb en Recoleta, uno de los barrios más fresas de la capital argentina, no por nada Fito dice que «A Recolecta se llega en ascensor», mi primera mañana recorriendo el barrio me impresionó por sus detalles arquitectónicos y la pesadez de sus habitantes, que caminan por las calles como si apestara. Definitivamente me había equivocado de barrio. Primero pensé que me odiaban al notar mi clase turista, pero luego noté que actúan como si se detestaran entre ellos también. Muy distinto al calor de Cartagena o el sabor de Rio.
Buscando las páginas para recorrer la ciudad
Pero estaba por primera vez durante este viaje, en una ciudad que parecía de primer mundo, así que quería aprovechar para conocer varios lugares, probar la gastronomía y buscar un par de cosas que necesitaba. La primera parada fue la famosa librería El Ateneo Grand Splendid, conocida como una de las mejores librerías del mundo y por haber conservado la hermosa arquictetura del teatro que lo precedió. Quería buscar una novela para recorrer la cuidad de la furia. Había pensado en El Túnel de Ernesto Sábato, una novela en la que Buenos Aires es un personaje principal y representa la mente del protagonista. Pero en esta grandiosa y pomposa librería de lujo no lo tenían. Encontré un libro que combianaba perfectamente con la librería, era sobre la elegante arquitectura de Buenos Aires. Lo compré sin estar muy convencido, lo compré por comprar algo en El Ateneo.
Unas cuadras más allá me encontré El Aleph, escrito con «A» de Anarquía, una librería más pequeña, acogedora, donde los libros parecen amontonarse en un orden secreto, y allí, en medio de todo, encontré el libro que buscaba. Y así comencé mi recorrido por la Ciudad de la Furia de la mano de Juan Pablo Castel, pintor y asesino, personaje principal de la obra de Sábato.
Mi siguiente parada era clara: La Plaza de Mayo. Tenía una cita con doscientas cincuenta mil personas para defender el presupuesto de la Educación Pública Argentina.
La Plaza de Mayo y la resistencia del pueblo
La Plaza de Mayo carga con un peso histórico inmenso. Allí se levantaron las primeras voces contra la dictadura militar, allí marcharon cada jueves las Madres y Abuelas que exigían el regreso de sus hijos y nietos desaparecidos. Al frente se alza la Casa Rosada, testigo silenciosa de rebeliones, golpes, discursos y traiciones. En una esquina, la oficina de las Abuelas de Plaza de Mayo recuerda esa lucha inquebrantable por recuperar la identidad robada a cientos de niños apropiados durante la dictadura. Ese lugar no es sólo una plaza: es un altar de la memoria y la resistencia argentina.
Estar allí era un honor. Sentía que caminaba sobre las huellas de generaciones que se habían levantado una y otra vez contra la injusticia. Esa mañana la plaza se iba llenando poco a poco de banderas y pancartas, de colectivos sociales que llegaban para defender la educación pública frente a los recortes anunciados.
Entre los preparativos encontré a un muchacho vendiendo remeras con consignas de protesta. Una me atravesó como un rayo: un puño izquierdo, símbolo de resistencia, pintado con la bandera palestina. La compré sin dudar. El 7 de octubre de aquel año había comenzado la fase final del exterminio palestino por parte del Estado genocida de Israel, y esa camiseta se volvió de inmediato un símbolo personal: la resistencia del pueblo palestino unida a la resistencia del pueblo argentino.
Decidí no esperar a que la manifestación llegara: salí al encuentro de la marcha. No tardé en toparme con las primeras columnas, y lo que vi fue abrumador: cientos de miles de personas colmando las avenidas, banderas flameando, pancartas, sindicatos, colectivos, obreros, estudiantes. La ciudad se saturó de humanidad. Me uní sin pensarlo: éramos un río incontenible, una sola voz que exigía educación, futuro y dignidad frente a un gobierno que prometía “barrer” con su propio pueblo. Marchamos sin miedo, y aún hoy se me humedecen los ojos al recordarlo.
De regreso en la Plaza de Mayo, la encontré ahora rebosante, desbordada de vida y resistencia. Escuché discursos y proclamas dirigidos a un gobierno que parecía, como tantos otros, sordo ante su gente. Tras un rato, el hambre pudo más y me refugié en un pequeño restaurante repleto de manifestantes.
Compartí la mesa con una pareja mayor, militantes peronistas de toda la vida. Entre choripanes y anécdotas me aclararon algo que me venía inquietando: ¿por qué incluso la izquierda argentina tiene a veces un aire medio facho, un nacionalismo duro, marcial? Me contaron que Perón había sido embajador en la Italia de Mussolini, y que había quedado prendado de ese modelo autoritario, trayendo consigo ciertos gestos y estructuras que aún hoy sobreviven en la política argentina. Lo explicaron sin solemnidad, con la naturalidad de quien ha vivido esas contradicciones en carne propia.
La tarde se volvió entrañable. Antes de despedirnos llamaron a su hija, profesora universitaria, para presentárnosla como si intentaran emparejarnos. Nos reímos, nos abrazamos, y quedó flotando una invitación abierta para vernos otra vez.
Ese día había sido más que una marcha: fue un encuentro con la historia viva de la Argentina, con su memoria, su resistencia y sus contradicciones.
Capítulo 4: Tras los pasos de Mafalda en San Telmo
Aproveché que estaba cerca para ir a recorrer uno de los barrios más emblemáticos de Buenos Aires: San Telmo, ese rincón antiguo de la ciudad donde todavía sobreviven calles empedradas, casas coloniales y un aire bohemio que se mezcla con el bullicio turístico. Es uno de los barrios más viejos de la capital, donde en otros tiempos vivieron familias acomodadas que luego huyeron de las epidemias de fiebre amarilla, dejando atrás mansiones que más tarde ocuparon inmigrantes y artistas. Hoy San Telmo respira historia, arte callejero y melancolía de tango.
Mi destino era claro: ir en busca de los monumentos a Quino y a su criatura más querida, Mafalda. Joaquín Salvador Lavado, Quino, fue el dibujante argentino que con una simple tira cómica logró retratar las contradicciones del mundo entero a través de la mirada lúcida y tierna de una niña. Mafalda no fue nunca real, pero caló tan hondo que se volvió parte de la memoria colectiva de América Latina.
Crecí en una Centroamérica de los ochentas, a miles de kilómetros de distancia, pero entendí perfectamente a esa niña que se quejaba de la sopa y le preguntaba al mundo por qué estaba tan patas arriba. Mafalda hablaba lo que nadie se atrevía, con humor y dulzura, y fue una compañera invisible en mi infancia.
Así recorrí las calles de San Telmo buscando a una niña que nunca existió fuera de la mente de Quino y del corazón de todos.
San Telmo
Aproveché
- San Telmo
- La Boca
- Comida
- Música
- Visita a la casa de Charly García




Era hora de regresar a Costa Rica rápidamente antes de iniciar mi siguiente aventura en la isla de Utila.