50 aniversario

Barcelona

El amor después del amor en Barcelona

Tan pronto como me instalé en mi habitación, comencé a explorar los eventos de esa noche. Sabía que en el calendario había varias presentaciones internacionales que no quería perderme. Entre ellas, una destacaba sobre todas: Fito Páez. Desde hace años, asistir a sus conciertos es una tradición para mí, pero esta vez sería especial; por primera vez lo vería en un país distinto al mío.

El Festival Alma fue el escenario perfecto. Celebrado en el Poble Espanyol de Barcelona, este espacio al aire libre combina música, cultura y un entorno arquitectónico único que evoca la esencia de distintas regiones de España. La atmósfera era vibrante, llena de energía y expectativa, el preludio ideal para una noche mágica.

El concierto de Fito fue todo lo que podía esperar. Con su característica pasión, nos llevó de la mano a través de su universo musical. Las letras de El amor después del amor, álbum icónico que marcó a generaciones, resonaron con fuerza en la noche catalana, como si las emociones traspasaran fronteras y se transformaran en un idioma universal. Veinte años después de su lanzamiento, esas canciones siguen siendo un himno al amor, al desamor y a la vida misma.

Cuando el espectáculo terminó, no pude resistirme a dar un paseo por Barcelona. Las calles parecían bailar al ritmo de los himnos populares latinoamericanos que Fito nos había regalado. Fue una noche que unió dos mundos: la nostalgia de mi tierra y la magia de una ciudad que canta, siente y celebra la música como propia.


Entre el arte moderno y el encanto antiguo

El día era corto, y mi tiempo en Barcelona, aún más. No había espacio para la indecisión. Con la urgencia de quien sabe que cada minuto cuenta, me dirigí al barrio del Eixample. Sus calles, anchas y geométricas, son un respiro ordenado en el corazón de una ciudad que respira modernismo. Aquí, edificios con fachadas ondulantes y balcones de hierro forjado parecen susurrar los secretos de Gaudí y de un tiempo donde la arquitectura no temía soñar.

El destino era el MOCO Museum, una joya contemporánea que prometía un viaje a través del arte rebelde y revolucionario. La entrada estaba dominada por KAWS: HOLIDAY, una escultura monumental que parecía desafiar las leyes del espacio y el tiempo. Era imposible no detenerse y contemplar: un parque de esculturas al aire libre disfrazado de museo.

Dentro, el MOCO era un caleidoscopio de influencias. Warhol y Basquiat marcaban el pulso del arte moderno, mientras Dalí recordaba que incluso lo surrealista puede ser profundamente humano. Las instalaciones inmersivas de Studio Irma te envolvían en una danza de luz y tecnología, y Banksy, fiel a su estilo, se robaba la atención con su mezcla afilada de crítica social y humor irónico. Al final del recorrido, la tienda de recuerdos me arrancó una sonrisa sarcástica. ¿Era esto parte de su mensaje? La escena me llevó de vuelta a Exit Through the Gift Shop, ese documental donde Banksy desarma las paradojas del mercado del arte.

Dejé el MOCO con la mente enredada en imágenes y preguntas, y me dirigí a Ciutat Vella, el alma histórica de Barcelona. Aquí, las callejuelas estrechas del Gòtic parecen guardar siglos de secretos. Cada rincón es un eco del pasado, desde las piedras gastadas de la Plaça Sant Jaume hasta los pequeños comercios que resisten la marea del tiempo.

Cruzando al Raval, la energía cambia. Es un barrio que vibra diferente, con su mezcla multicultural y su espíritu crudo. El MACBA, con sus líneas blancas y modernas, se alza como un testigo del contraste entre lo antiguo y lo contemporáneo. Los bares y cafés aquí son distintos, menos pulidos, pero más auténticos, como si la ciudad decidiera bajar la guardia y mostrarse tal cual es.

La tarde me llevó al puerto. Allí, mientras el sol se hundía lentamente en el Mar Ibérico, me di cuenta de que la ciudad no se detenía. Barcelona tiene ese ritmo, un vaivén entre lo viejo y lo nuevo, lo sereno y lo caótico.


Una cena clandestina

Esa noche, una amiga de toda la vida que ahora reside de Barcelona, conociéndome, decidió llevarme a Club 61, pero con una advertencia: «Si lo buscas, no lo vas a encontrar fácilmente». La entrada al lugar no es obvia; más bien, es parte de la experiencia. Llegamos al restaurante Casa Rafols, aparentemente un sitio convencional. Desde ahí, las instrucciones parecían sacadas de una novela de espías: dirigirse hacia los baños, encontrar una puerta camuflada y acceder al restaurante subterráneo.

Fundada en 1911, Casa Rafols fue originalmente una de las ferretería más importantes de Barcelona. Durante la guerra civil, en su sótano se escondió un comedor secreto con un ambiente de jazz. Hoy en día, Casa Rafols es un restaurante que honra su pasado con un bar clandestino en su sótano.


Barcelona me deja con la impresión de que tiene muchísimos niveles por explorar. Pero mi viaje continuaba, y pronto estaría caminando por las calles de Londres.

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