50 aniversario

Rio de Janeiro

Llegué a Río de Janeiro de noche, con el cansancio del viaje a cuestas y la emoción de descubrir una nueva ciudad. Me instalé en el hospedaje más barato que encontré, justo en el corazón de todo: Copacabana. Era un sitio pequeño, algo descuidado, pero tenía una sorpresa inesperada. Desde la ventana de mi habitación, a lo lejos y desde lo alto, brillaba el Cristo Redentor. Soy ateo, pero ver ese ícono iluminado contra la noche me llenó el pecho de alegría. Había llegado a Río.

A la mañana siguiente me lancé a recorrer la ciudad. Me encontré en medio de un torbellino bullicioso y caótico: calles atestadas de gente, bocinas incesantes y una cantidad sorprendente de indigentes. Cada cuadra parecía tener una farmacia, como si la ciudad entera dependiera de ellas para mantenerse en pie. Contrastaba enormemente con la belleza colonial de Cartagena, donde había estado antes. Río no tenía la armonía de las ciudades antiguas bien conservadas; era una jungla de concreto, vibrante pero desgastada, con un ritmo frenético que me recordó a Nueva York. Fue un choque de realidades.

Después de un desayuno improvisado en algún rincón, caminé desde la Rua Sequeira Campos hasta la Avenida Atlântica, en busca de la playa. Y entonces, todo cobró sentido. La urbe ruidosa y desordenada se encontraba con el Oceáno Atlántico en un abrazo perfecto. Frente a mí se desplegaba la Praia de Copacabana, con su legendario paseo de mosaicos en blanco y negro, diseñado en los años 30 por Roberto Burle Marx. La brisa salada y el sonido de las olas equilibraban el caos de la ciudad, dándole un alma distinta.

Copacabana vibraba con una energía arrolladora. Su paseo marítimo de más de cuatro kilómetros estaba lleno de quiosques numerados, donde se vendía de todo: caipirinhas bien servidas, platos de mariscos, cocos helados, pareos de colores vivos. En la arena y el asfalto, la vida pasaba: grupos de amigos tomando cerveza, corredores y ciclistas esquivando transeúntes, vendedores ambulantes, y cada tanto, un partido de fútbol improvisado que recordaba que en Brasil, cualquier rincón es cancha.

En ese momento entendí que Río no es solo una ciudad de contrastes: es un organismo vivo, con una energía que envuelve y arrastra. Copacabana no era solo una playa; era el alma de la ciudad latiendo al ritmo de las olas… y de la samba que se colaba desde algún rincón. Y yo, sin darme cuenta, ya me estaba dejando llevar por su compás.

Decidí recorrer toda la playa. Como había buenas olas, pregunté dónde podía alquilar una tabla. Había varios puestos, pero todos estaban llenos y sin tablas disponibles. Llegué hasta el final de la playa, cerca del Forte de Copacabana, donde conocí a unos chicos que me recomendaron ir a la siguiente playa y me invitaron a fumar.

Después de compartir un purito con ellos, seguí caminando hacia el Parque Garota de Ipanema y encontré un tesoro escondido en la Praia do Diabo, ese rincón escondido entre Copacabana e Ipanema, tesoro de los surfistas. De esto hablaré más tarde.

Quería recorrer la ciudad con una novela local en mano, como había hecho en París con Rayuela, o en Cartagena con Del amor y otros demonios. La única novela brasileña que conocía era Cidade de Deus, de Paulo Lins, por la película. Había asistido a un conversatorio con los productores y me marcó. Busqué el libro en librerías de Copacabana, pero lo encontré en una espectacular librería en el exclusivo barrio de Leblon. Ya para entonces, varias personas me habían aconsejado no visitar la favela de la novela ni ninguna otra. Aunque hay tours, terminé pensando que el turismo de favelas es una forma de lucrar con la pobreza. Decidí seguir explorando la ciudad por mi cuenta.

Por supuesto, fui al Cristo Redentor. Tenía que visitar la icónica estatua que veía desde la ventana de mi habitación. El camino fue hermoso: calles angostas en zigzag, subiendo por barrios pintorescos. Disfruté el trayecto, pero llegué tarde. Ya era de noche y me perdí la vista. La estatua es inmensa, pero no me impresionó tanto. Me asomé a la pequeña capilla que hay a sus pies y di por cumplida la visita.

Esa noche me fui a una churrasquería rodizio, de esas donde comés todo lo que podás. Probé cada corte que ofrecían y salí enamorado de la comida brasileña.

Al día siguiente, como buen señor entrado en años, fui a una farmacia por mis medicinas de rutina. En Río hay farmacias en cada esquina. Entré a la más cercana y me atendió una brasileña preciosa. Se lo dije, con respeto, y ella me sonrió, amable pero con distancia. Cuando ya me iba, me sorprendió: me pasó un papel con su nombre —Laryssa— y su número.

Le escribí, y esa misma noche nos vimos. La esperé en un parque cerca de su trabajo. Fuimos a cenar, ella eligió un lugar sencillo. Me dijo que no le gustaba que gastáramos plata, que lo importante era la compañía. Y tenía razón. No hablábamos el mismo idioma, pero nos entendimos igual. Hablamos de todo, entre risas, señas y palabras inventadas.

Laryssa me mostró otro lado de Río. Caminamos por la Avenida Atlântica, que de noche se convierte en una fiesta espontánea: familias, grupos de amigos, parejas, música saliendo de parlantes portátiles, gente bailando. Al fondo estaban montando el escenario para el concierto de Madonna, el más grande de su carrera. Se veía gigante. Era como si la ciudad se estuviera preparando para un carnaval exclusivo.

Pasamos una noche hermosa. Al día siguiente desayunamos juntos y ella se fue a trabajar. Seguimos en contacto, y hasta hemos hablado de viajar juntos. A veces uno conoce gente así, que aparece sin aviso y deja marca.

Correr en Río se volvió rutina. La energía de la ciudad te empuja a moverte. Así fue como llegué a la Academia do Arpoador en Praia do Diabo, un lugar increíble: pesas de concreto frente al mar, sobre una roca. Ahí conocí a Alessandra.

Su cuerpo era espectacular. Eso fue lo primero que me llamó la atención. Pero cuando me dijo que tenía 50 años, me pareció increíble. Estaba más en forma que la mayoría de veinteañeras, y entrenaba con una disciplina y una presencia que se notaban. Intercambiamos algunas palabras, nada profundo en ese momento. Pero al rato me la encontré de nuevo, y me invitó a caminar por la Avenida Vieira Souto.

La primera parada fue un puesto donde me ofreció un coco, como si me estuviera regalando un pedacito de Brasil. Seguimos caminando, y paramos en un kiosco donde almorzamos algo típico que, la verdad, no recuerdo mucho. Fue ahí donde hablamos de verdad. Me contó de su madre, de su hija, de su amor por la samba. Después supe que es bailarina profesional. Todo empezó a tener más sentido.

No pudimos evitar un par de besos, pero ella tenía que irse y yo debía continuar mi ruta. Fue un encuentro corto, pero me dejó una sensación bonita, de esas que te acompañan un rato.


Un domingo salí a correr. La Avenida Atlântica estaba cerrada y mucha gente trotaba por la calle. Me pareció genial que cerraran la vía para la gente. Me uní, pero más adelante descubrí la verdadera razón: estaban preparando una manifestación de Jair Bolsonaro contra Lula da Silva. Las tarimas, el sonido, la producción… todo era descomunal. No era una protesta espontánea; era una puesta en escena financiada. Impresionante.

Más tarde encontré el Mercado de los Domingos en el 540 de la Av. Nossa Senhora de Copacabana. Entre los colores y olores, me detuve a desayunar algo parecido a una empanada de carne con chile, y pedí dos o tres más.

Mientras comía, terminé conversando con uno de los manifestantes. Como muchos otros, venía de otra ciudad. Me contó, muy convencido, que Brasil estaba bajo una dictadura comunista, que estaban perdiendo sus derechos, y que si Bolsonaro no regresaba al poder, Trump debía invadir Brasil.

Lo escuchaba perplejo. No me parecía que estuvieran perdiendo tantos derechos si podían organizar una manifestación así de grande, con tarimas, sonido profesional y logística digna de un concierto de Madonna. Estaban ocupando la avenida principal de una de las ciudades más turísticas del mundo, sin que nadie los reprimiera.

Mientras lo oía, no podía evitar pensar en la toma del Capitolio en Washington el 6 de enero de 2021, y la de la Plaza de los Tres Poderes en Brasilia el 8 de enero de 2023. Dos asaltos a la democracia, liderados por seguidores de Trump y Bolsonaro, con discursos calcados: fraude, redención, patria, Dios. Dos líderes que usan el miedo, el odio y el cristianismo como bandera. Dos movimientos separados por un continente, pero con el mismo guión.

Fue un desayuno impresionante. No por la comida, sino por el retrato en vivo de un fenómeno global, peligroso y real.

Decidí no amargarme el día. Huyendo de Copacabana y su manifestación pro invasiones gringas, me fui a Praia do Diabo. Alquilé una longboard con unos chicos buena onda y me metí al mar. Estaba helado y fuerte. Intenté surfear por un par de horas sin mucho éxito: estaba fuera de forma y el mar me ganó. Salí sin gloria y me fui a tomar una cerveza, escuchando bossa nova en uno de los quiosques.

La última noche la pasé con Laryssa. Sabíamos que teníamos que vernos otra vez. Fuimos a cenar, pero no recuerdo qué comimos, ni el nombre del lugar. Lo único que recuerdo con claridad es que saboreamos cada segundo, porque ambos sabíamos que eran los últimos que compartiríamos. No hubo promesas ni despedidas dramáticas. Solo el silencio cómodo de dos personas que entendieron que algo breve también puede ser muy íntimo.

La siguiente ciudad sería Buenos Aires.

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